Muchas veces se dice que nuestra cultura occidental mantiene con la muerte una relación por lo demás problemática. Por un lado la muerte aparece como lo completamente otro, es el limite externo ante el cual toda empresa humana reconoce su propia caducidad y finitud. Pero, al tiempo que es algo que no puede ser subsumido por las mallas del lenguaje humano, es objeto de veneración en cada ocasión que se presenta. Así, se dice, no se puede entender por qué las culturas nacionales recuerdan a personajes fundamentales de su historia a partir de su muerte y no de su nacimiento. Si la muerte es algo tan terrible para nosotros, ¿por qué le rendimos culto en rituales de rememoración repetidos?
No intentaremos resolver este auténtico dilema de la cultura occidental a la cual pertenecemos, sino hacer un poco lo que decíamos a partir del recuerdo de un gran cineasta que nos ha ofrecido la cultura japonesa. Es que este año se cumplen 13 años de su muerte, y nada mejor que un recuerdo de su gran significatividad para el cine mundial a los fines de ser justos con su presencia ausente.
Nos referimos, nada más y nada menos, que al genial Akira Kurosawa, realizador de clásicos del cine como “Los siete samurais”, entre otras. Es que Kurosawa dejó una huella en la historia del cine en parte por la reapropiación que muchos cineastas del cine joven norteamericano hicieron de su obra. Pensemos si no en los casos de Francis Ford Coppola, George Lucas, Steven Spielberg, Martin Scorsese, John Milius, los cuales no hubieran podido hacer sus películas sin haber visto antes toda la obra de este magnífico realizador japonés.
